L. Domergue: censura frente a la Revolución
"Durante los primeros años de la Revolución, tanto los franceses como los españoles hubieron de experimentar cierta sorpresa ante algo tan nuevo, inaudito, imprevisto. En un principio se estableció un intercambio libre, espontáneo, que duró todo el verano de 1789 [...]
Las vacilaciones del gobierno español duraron poco: a mediados de septiembre de 1789 Floridablanca había decidido reaccionar con energía [...] En seguida el tribunal de la fe movilizó todo el peso de su máquina; recogía sobre el terreno gran cantidad de propaganda o por lo menos de información; luego utilizaba el medio acostumbrado para este fin: el edicto de fe que normalmente se publicaba más bien en primavera, por Semana Santa, pero que, en circunstancias tan apremiantes, se adelantó hasta el 13 de diciembre de 1789; se trataba de un edicto especial que mencionaba 39 títulos en francés, inspirados casi todos por la actualidad [...]"
"La prensa periódica no sólo fue combatida por el poder político, que tomó contra ella una medida draconiana en febrero de 1791 al suprimir Floridablanca todos los periódicos peninsulares, excepto La Gaceta de Madrid, el Diario de Madrid y el Mercurio de España, sino que también fue utilizada por las autoridades contra la República Francesa, sobre todo a partir de 1793, durante la guerra".
"La propaganda oral, siempre más difícil de interceptar, llegaría a ser en este decenio una especialidad del Santo Oficio, que tenía instalada en todos los rincones de la Península una red de delatores, informantes, confidentes; de tan eficaz organización son prueba el montón de expedientes incoados entonces por proposiciones subversivas, aunque pocos terminaron con penas fuertes. El 30 de junio de 1790 el inquisidor general envió a sus tribunales periféricos una circular para impedir la propaganda oral y los libros perniciosos; los tribunales debían informar a la Suprema de los nombres de los culpables, intimidar a estos individuos abriendo el correo, y hasta encarcelarlos en cuanto se dispusiera de tres o cuatro testigos".
"España tenía tanto miedo a la contaminación extranjera que desconfiaba hasta de los que se declaraban enemigos de la Asamblea. [...] La real cédula de 2 de noviembre de 1792 obligaba a los obispos a que vigilasen la conducta de los eclesiásticos franceses, sus conversaciones y sus doctrinas; por eso el Consejo de Castilla recibió muchas cartas interceptadas por los prelados de los conventos donde estaban confinados. Todo individuo que hubiera pasado por los acontecimientos de Francia podía ser el propagandista involuntario de esta Revolución, aun cuando hablara de ella para abominarla: tal fue la posición constante del gobierno español. [...]"
"El gobierno se inclinaba a silenciar lo ocurrido tras los montes; la prensa periódica no pudo informar sobre unos acontecimientos tan notables como la toma de la Bastilla, y desapareció por más de un año (en 1791); al año siguiente algunos periódicos volvieron a salir pero no podían tratar de temas políticos. [...] Este black out se plasma en la Real Orden de 7 de junio de 1793 (repetida el 17 y 28 de julio del mismo año y el 12 de febrero el siguiente): está prohibido <<insertar un papel o libro noticias favorables o adversas, de las cosas pertenecientes al reino de Francia".
DOMERGUE, Lucienne, "Propaganda y contrapropaganda en España durante la Revolución Francesa (1789-1795)", en AYMES, Jean-René, ed., España y la Revolución Francesa, Barcelona, Crítica, 1989, pp. 120-122, 149, 152, 159, 161.
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